
Ilustración: Daniela Volpari
Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus
Esta historia está dedicada a vosotros, amantes de los cuentos, y de un modo un poquito más especial a Sensi, que lo inspiró con uno de sus comentarios.
Gracias a todos por un 2015 lleno de buenos momentos.
Os deseamos que 2016 sea también un año de cuento y que en él se cumpla alguno de vuestros sueños.
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Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong, Dong…
En una oscura y silenciosa casona, a las afueras de La Rosilla, allí donde habitan las termitas del hielo, resuenan las doce campanadas de la medianoche.
Todavía se balancea en el aire el último “dong”, cuando a través de la ventana grande del salón penetra un misterioso y brillante haz de luz.
Cualquiera podría pensar que un rayo de luna se ha abierto paso por entre las espesas nubes que cubren el cielo de esta gélida noche de diciembre, pero Cualquiera estaría completamente equivocado, porque esta claridad no es otra cosa que el medio de transporte de Lupicinia Cucú, Mensajera Real.
En su pico lleva un tarjetón blanco, adornado con una cenefa verde y roja de hojas de acebo. En él, con una preciosa caligrafía dorada, se lee:
Tarjetones igual a este son repartidos hasta el más recóndito rincón del planeta en el que hay un reloj. Además de Lupicinia, dos armadillos, doce salmonetes, veinticuatro mariposas y cuatro capibaras se encargan, cada diciembre, de entregar en manecilla las invitaciones para la Gran Fiesta de Fin de Año.
En la señorial casona, al imponente reloj de caoba que preside el salón le da un vuelco el péndulo por la emoción y siente que sus segundos se aceleran. Hace semanas que espera la invitación:
—¡Ya estamos! Debo controlar estas palpitaciones o me volveré a adelantar de nuevo.
Después, ya más tranquilo, susurra al reloj de biscuit que hay sobre la mesa de mármol del rincón:
—¡Pst!, ¡Eh, tú!, ¡despierta, que ya ha llegado!
—¡Lo he visto!, ¡lo he visto! —contesta este poniéndose aún más blanco a causa de los nervios— ¡Tenemos que avisar al resto!
Acompasan sus tiempos y los tic-tac de ambos resuena al unísono por todos los rincones del caserón.
Los relojes van abriendo sus ojitos…
El de arena se quedó ayer parado a las cuatro de la tarde, «¿¡ya es hora de merendar!?» —dice mientras se sacude el polvo.
En el de pulsera que nadie se pone, son las cinco y media de la madrugada; se despereza medio dormido, «Oooooaaaauuuuhh», estirando su correa azul cobalto.
El de pared, colgado en la cocina, marca las doce y cuatro; siempre puntual, siempre en su punto, sin pasarse nunca…
Uno a uno, todos los relojes que habitan en la casa se van despertando y hacen correr el tic-tac de que la invitación, ¡por fin!, ha sido recibida. ¡Hay que prepararse para la gran noche de pasado mañana!
Dentro de dos días, en la mansión de Don Tempus, se reunirán, como cada año, los relojes de toda la Tierra. Acudirán a la cita los modernos y los antiguos, los de péndulo, los de cuerda, los de sol, los de arena…
Por la gran avenida, con sus mejores galas, desfilarán clepsidras del brazo de despertadores; relojes de pulsera arrastrando sus largas y coloridas colas; relojes de bolsillo con lujosas cadenas de oro y de plata colgando de sus cuellos; grandes y ruidosos relojes de torre, a los que les gusta presumir y llamar la atención en calles y plazas…
A la gran fiesta incluso acudirán los relojes oxidados y parados; los que están hundidos en el fondo de los siete mares o los que no tienen manecillas. Todos se apresurarán para acudir puntuales a la cita, porque no hay manera de saber si habrá para ellos una segunda oportunidad. Entrarán en el gran salón temporal y aguardarán pacientemente su tiempo.
Los primeros en recibirlo serán los de Kiritimati, los seguirán los de Samoa, Nueva Zelanda, Tonga, Fiyi…, Australia, Japón, China… irán desfilando los relojes de todos los países y, por último, les llegará el turno a los de Hawái. Ellos cada año son los últimos, porque los salmonetes que les llevan las invitaciones aprovechan para bañarse en sus playas y siempre entregan tarde las invitaciones.
Ya falta muy poco para que Don Tempus recargue los relojes. Justo cuando las doce campanadas de la medianoche del 31 de diciembre empiecen a sonar, cada reloj recibirá su tiempo; el que gastará durante el año que está a punto de empezar.
¡Ya está aquí Don Tempus para repartir momentos a su antojo!:
—Tú, carrillón, tendrás noventa y nueve días de ensueños, sesenta horas de felicidad, veinte minutos de enfados…
—Reloj de arena, a ti te doy catorce períodos de dudas, seis meses enteros de melancolía, dos de aburrimiento…
—Reloj de sol, te doy tres tardes y media de cariño, seis horas de tristeza, ochenta y tres segundos de nervios…
—Tú, reloj de péndulo, solo tendrás dos meses de buenos propósitos, luego te pararás. Quizá para siempre…
—Despertador, te concedo trescientos minutos de espera, mil segundos robados, una hora de añoranza…
—Para ti, reloj de sobremesa, no hay tiempo…
Cada año, a medida que las campanadas de medianoche suenan a lo largo y ancho de este mundo dando paso al año nuevo, los relojes se van poniendo en marcha con su tiempo renovado.
Pero también cada año, en la mansión de Don Tempus, queda una montaña de instantes que parecen olvidados…
—Maestro Tempus, ¿qué seremos nosotros? ¿Acaso seremos tiempo perdido?
—No, vosotros sois mis mejores instantes, mis minutos más preciados. En vosotros he mezclado risas, llantos, miedos, cantos, recuerdos, ternura, inocencia… En vosotros va lo mejor de mí porque sois tiempo sin reloj, tiempo sin prisa, tiempo sin fin de sueños hermosos, tiempo sin tiempo… Vosotros sois el tiempo feliz añadido a los relojes de los que leen cuentos.
FIN