
Ilustración: NeoSlashott
Ana tenía ocho años y lo que más deseaba en el mundo era un reloj de pulsera. Cuando por fin se lo regalaron, lo primero que quiso hacer fue ir a enseñárselo a su mejor amiga, Clara. La mamá de Ana le dio permiso. Cuando su hija salió de casa le hizo esta advertencia:
—Ana, ahora que ya tienes tu reloj nuevo, y ya sabes leer perfectamente la hora; no me falles. De aquí a casa de Clara tienes dos minutos andando; así que no tienes excusa para volver tarde a casa. Regresa antes de las seis para merendar. ¡No te retrases!
—Entendido, mamá —dijo Ana mientras salía corriendo por la puerta.
Dieron las seis y ni rastro de Ana. A las seis y cuarto no había aparecido todavía, y su madre se enfadó. A las seis y media seguía sin aparecer, y su madre se enfadó aún más. A las siete menos diez, el enfado se convirtió en miedo. Cuando ya se disponía a salir para ir en busca de su hija, se abrió la puerta de la calle y Ana entró triste y en silencio.
—¡Ay, Ana! —la riñó su madre—. ¿Cómo has podido ser tan desobediente? ¡Sabías que estaría muy preocupada por ti! ¿Dónde te habías metido?
—He estado ayudando a Clara a… —empezó a decir Ana.
—¿Ayudando a Clara? ¿A qué, si puede saberse? ¿Qué era tan importante que no pudiera esperar? —le preguntó enojada su madre.
La niña empezó a explicarse de nuevo:
—A Clara, le han regalado una bicicleta nueva por su cumpleaños y la estuvimos probando, pero ella se cayó de la acera y la bicicleta se rompió y yo la ayudé a…
—¡Ya basta, Ana! —la interrumpió su madre— ¿Puedes explicarme qué sabes tú de arreglar bicicletas? Pero si tú no sabes…
Esta vez fue Ana la que interrumpió a su madre.
—¡No mamá! Yo no ayudé a Clara a arreglar su bicicleta, solo me senté a su lado y la ayudé a llorar…
FIN