Había una vez un matrimonio que hubiera vivido felizmente de no ser por la pereza, que atacaba con intermitencia a una y otro. Además, para colmo, los dos eran terriblemente testarudos.
Cuando uno de ellos se sentía con pocas o ningunas ganas de trabajar, el otro se empeñaba en hacer lo mismo que hacia el otro, o menos.
Cierto día, se levantó la mujer con unas tremendas ganas de no hacer absolutamente nada, pero el caso es que aquel día, el marido se había levantado con más hambre que de costumbre y le dijo a su mujer:
—Edelmira, tengo un hambre que me muero, tendrías que cocinar algo sabroso.
—No serán mis manos las que se metan en guisos —respondió ella. Si te apetece, cocina tú.
—¿No pensarás que pasemos sin comer?
—No es mi intención, pero resulta que tú tienes un par de brazos hermosísimos; mucho más fuertes que los míos. ¡Cocina tú!
—¡Edelmira, no me hagas enfadar!
—¡Timoteo, no me pongas nerviosa!
—¡Yo no cocino!
—¡Pues yo tampoco!
—No discutamos.
—De ti depende.
—Te diré lo que se me ha ocurrido.
—Seguro que la manera de no hacer nada…
—Y también la forma de no discutir…
—Eso me interesa… ¡Dime!
—Ya que no tienes ganas de cocinar…
—Ni tú tampoco…
—De acuerdo… Ya que no tenemos ninguno de los dos ganas de cocinar…
—Así mejor.
—…y para no enzarzarnos en discusiones inútiles, ¿qué te parece si acordamos que el primero que hable sea el que cocine?… ¿Qué contestas?… ¿De acuerdo?…
En vano esperó el marido respuesta de su esposa que, aunque muy perezosa y testaruda, no tenía ni un pelo de tonta y enseguida comprendió que si contestaba le tocaría a ella cocinar.
Pasaron horas y horas y ninguno de los dos abría la boca. Ni comieron ni cenaron, tal vez por miedo a que, si despegaban los labios, se les pudiera escapar alguna palabra. Se acostaron poco después de anochecer con el estómago vacío, dándose la espalda y se durmieron en silencio.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, se miraron disimuladamente de reojo. El marido tenía la cara seria. A la mujer le faltaba poco para romper a reír; pero ninguno de los dos dijo nada.
Sonaron en la iglesia del pueblo las doce campanadas de mediodía y el matrimonio seguía en la cama, sin haber abierto la boca, como no fuese para bostezar, pues tenían un hambre espantosa.
Llegó la noche y no hubo modificación alguna en su actitud, excepto que bostezaban aún más que antes.
Los vecinos, asombrados de no haber visto en dos días a ninguno de los dos, ni haberse abierto en la casa puerta ni ventana alguna en ese tiempo, temieron que una desgracia irreparable fuera la causa de aquel incomprensible silencio. No tardaron en congregarse frente a la casa, pero medrosos de obrar por su cuenta, fueron a ver al alcalde para contarle lo que sospechaban.
Marchando el propio alcalde en cabeza, se dirigieron, sin perder ni un segundo y en tropel, a casa de Timoteo y Edelmira y llamaron al timbre con insistencia, pero nadie contestó, ni tampoco se oía ni el menor ruido en el interior.
Empezaron a mirarse los unos a los otros, temerosos e inquietos, e insistieron en las llamadas, pero con el mismo resultado negativo. El alcalde propuso entonces que se derribara la puerta.
Entraron con extrema precaución; las piernas les temblaban a muchos de los allí presentes y por temblar, temblaba hasta la vara del alcalde, que más que vara parecía la batuta de un director de orquesta, yendo como iba de uno a otro lado.
Por fin llegaron al dormitorio de Timoteo y Edelmira, los cuales ni se movían ni daban la menor señal de vida. Tenían los ojos cerrados y las caras pálidas y desencajadas. Nada extraño, puesto que habían pasado horas sin comer ni beber.
El alcalde, alzando la vara, tartamudeó:
—¡Timoteo! ¡Edelmira! ¡Os ordeno que respondáis al Alcalde!
Ni una palabra. Ni el menor movimiento.
Entonces, la primera autoridad del pueblo se quitó respetuosamente el sombrero, adoptó un aire compungido y anunció a los vecinos presentes:
—Me temo, estimados convecinos, que nuestros estimados Edelmira y Timoteo han muerto. Por tanto, por el poder que me confiere mi autoridad, ordeno que los enterremos ahora mismo.
Seis de los allí presentes, fornidos lugareños, cargaron con los cuerpos inertes de la infeliz pareja y los condujeron hacia el cementerio y al llegar allí los depositaron sobre el suelo de tierra, de costado y frente a frente.
Nadie advirtió que el marido y la mujer abrieron los ojos y se miraron enfurruñados. Hubo un instante en que pareció que Timoteo, desfallecido, iba a decir una palabra; pero no quiso darse por vencido, así que cerró de nuevo los ojos y apretó los labios.
Edelmira bostezó, con riesgo de ser vista por los improvisados sepultureros que, abierta ya la fosa, se aproximaban a recogerla para echarla dentro.
Estaba ya colocada en la hoya la mujer, cuando fueron en busca del cuerpo del marido.
De pronto, un grito de horror se escapó de la garganta de todos los presentes y acto seguido, con el alcalde a la cabeza, echaron a correr en todas direcciones como alma que lleva el diablo.
Y es que el pobre Timoteo comprendió que estaba a punto de no volver a contemplar la luz del sol, y ante la horrorosa perspectiva de ser enterrado vivo, dio su brazo a torcer, abrió los ojos desmesuradamente, para demostrar que no estaba muerto, y gritó a viva voz:
—¡No me enterréis! ¡No estoy muerto! ¡Socorro! ¡Socorro!
No le costó poco trabajo convencer a todos de no era un fantasma y de que no había motivo para asustarse.
Pero el colmo de la sorpresa fue ver a Edelmira asomando por la abertura de la fosa mientras exclamaba triunfante:
—¡Cocinarás tú!
FIN