
Ilustración: IZOLYZM
Eran grandes amigos desde la infancia. Uno de ellos era mandarín y se le había ofrecido un destacado cargo oficial. Un poco preocupado por la responsabilidad que tendría que asumir en breve, el mandarín se reunió con su amigo de la infancia y lo puso al corriente de la situación. El amigo le aconsejó:
—Lo que te recomiendo es que siempre seas paciente. Es muy importante. No lo olvides, ejercítate sin descanso en la paciencia.
—Sí, seré paciente. No dejaré de ejercitarme en la paciencia — aseguró el mandarín.
Los dos amigos empezaron a saborear un delicioso té. El amigo que había ido a ver al mandarín le dijo:
—Sé siempre paciente. No dejes de ser paciente; suceda lo que suceda.
El mandarín asintió con la cabeza.
Unos minutos después, el amigo dijo:
—No lo olvides: adiéstrate en la paciencia, sobre todo.
—Lo haré, lo haré —repuso el mandarín.
Cuando iban a despedirse, el amigo añadió:
—No lo olvides, tienes que ser muy paciente.
Entonces el mandarín, soliviantado, exclamó:
—¿¡Me tomas por un estúpido!? Ya lo has repetido varias veces y yo lo he oído perfectamente bien. ¡Deja de una vez de advertirme sobre lo mismo!
El amigo, sonriendo, manifestó:
—Me gusta ver cómo te ejercitas en la paciencia.
El mandarín se sintió ridiculizado, pero agradecido por el sabio consejo.
—Es muy difícil ser paciente — dijo el amigo, abrazándolo con todo cariño—. Más de lo que parece.
El mandarín no olvidó jamás la lección de su amigo de la infancia y desempeñó perfectamente su cargo. La paciencia le permitió desarrollar la ecuanimidad, la ecuanimidad, sabiduría, y la sabiduría, amor.
FIN