
Ilustración rusa del siglo XIX para el cuento «El hombre, el oso y el zorro»
Un día que un campesino estaba labrando su campo, se acercó a él un oso y le anunció:
—¡Campesino, te voy a comer!
—¡No me comas! —suplicó el hombre—. Si me perdonas la vida, prometo que trabajaré para ti. Sembraré nabos y los repartiremos entre los dos. Yo me quedaré con las raíces, pero las hojas te las daré a ti.
Al oso le pareció conveniente aquel trato, así que regresó satisfecho al bosque.
Llegó el tiempo de la recolección y el campesino empezó a escarbar la tierra para desenterrar los nabos.
No tardó en aparecer el oso para reclamar su parte.
—¡Hola, campesino! Veo que ha llegado el tiempo de recoger la cosecha. Dame mi parte —exigió el oso.
—Con mucho gusto lo haré. Yo mismo te la llevaré a tu casa —contestó el campesino.
Y cuando ya lo hubo recogido todo, condujo su carro repleto de hojas de nabo hasta el bosque.
El oso quedó muy satisfecho con el que pensó que era un ventajoso reparto.
Al día siguiente, el campesino cargó de nuevo el carro con los nabos y puso rumbo a la ciudad para vender su mercancía.
Por el camino, tropezó con el oso, el cual le preguntó:
—¡Hola, campesino! ¿Adónde vas?
—A la ciudad, a ver si puedo vender estas raíces de nabo —contestó el hombre.
—Muy bien, pero antes de seguir adelante quiero probarlas.
No tuvo más remedio el labrador que darle al oso un nabo para que lo probase.
Apenas el oso se lo hubo comido, gruñó furioso:
—¡Miserable! ¿Pretendías engañarme?¡Las raíces están mucho más buenas que las hojas! Si no quieres que te coma, la próxima vez que siembres me darás a mí las raíces y las hojas te las quedarás tú.
—Bien —respondió el campesino.
En la época de la siembra, el hombre, en lugar de nabos, plantó trigo.
Al llegar el tiempo de la recolección, desgranó las espigas, las molió y con la harina que obtuvo, amasó y coció ricos panes y al oso le dio las raíces del trigo.
Antes de llevarse las raíces, el oso exigió probar el pan y viendo que, de nuevo, el campesino se había burlado de él, gruñó colérico:
—¡Campesino! ¡Estoy más que enfadado contigo! ¡Ni se te ocurra aparecer por el bosque a buscar leña, porque, en cuanto te vea, te daré un zarpazo!
Pasaron lo días sin que el campesino se atreviera a acercarse a los dominios del oso, pero llegó un momento en el que ya no pudo esperar más. La leña le hacía mucha falta, así que fue quemando sus sillas, los toneles y todo lo que encontró en su casa fabricado con madera. Una vez ardió todo, no tuvo más remedio que armarse de valor y dirigirse al bosque.
Entró tan sigilosamente como pudo, pero un zorro que lo oyó, salió a su encuentro.
—¿Por qué te mueves tan despacito? ¿Qué te pasa?
—Vengo a cortar leña, pero tengo miedo de encontrarme con el oso. Está muy enfadado conmigo y amenazó con comerme si me veía por aquí.
—Si me pagas bien, te puedo proteger. Si no me pagas, lo aviso ahora mismo.
El campesino, muy apurado, le dijo al zorro:
—¡No me delates! No soy avaro y si me ayudas, te daré una docena de gallinas.
—De acuerdo. Corta la leña que quieras y, entre tanto, yo daré gritos. Si el oso te pregunta qué es lo que ocurre, dile que hay cazadores en el bosque persiguiendo lobos y osos.
El campesino se puso a cortar leña y, al poco, vio que llegaba el oso a la carrera.
—¡Oye, hombre! ¿Sabes qué ocurre? ¿Qué son esos gritos? –preguntó el animal.
—¡Ah! Eso… Son cazadores persiguiendo lobos y osos.
—¡Por favor, no me descubras! Escóndeme bajo tu carro —suplicó el oso aterrorizado.
El zorro, que lo observaba todo escondido tras unos matorrales, gritó:
—¡Campesino!, ¿has visto un oso por aquí?
—No, yo no he visto nada —respondió el hombre.
—¿Seguro? ¿Qué es eso que escondes bajo tu carro?
—Solo es un tronco de árbol.
—Si fuese un tronco, estaría sobre el carro y atado con una cuerda, no debajo de él.
El oso que oyó esto, suplicó al campesino:
—¡Pronto!, súbeme al carro y átame.
El campesino no se lo hizo repetir. Cargó el oso en el carro, lo ató y cuando ya lo tuvo inmovilizado, lo molió a golpes mientras repetía:
—Vete de este bosque y no vuelvas jamás si no quieres que te entregue a los cazadores.
Cuando el oso, más muerto que vivo, se hubo marchado, apareció el zorro para reclamar sus honorarios:
—Y ahora, págame lo que me debes.
—Con mucho gusto lo haré. Acompáñame a casa y podrás escoger las gallinas que más te gusten.
El campesino en el carro y el zorro corriendo delante emprendieron el camino.
Cuando ya estaban cerca de la granja, el hombre silbó y enseguida acudieron sus perros, que al ver al zorro, se pusieron a perseguirlo.
Muerto de miedo, el animal echó a correr hacia el bosque y, una vez allí, se escondió en su guarida.
Después de recuperar el aliento, empezó a preguntar:
—Ojos míos, ¿qué habéis hecho mientras corría?
—¡Estábamos atentos al camino para que no tropezaras!
—Orejas mías, ¿qué habéis hecho mientras corría?
—¡Escuchábamos por si los perros se acercaban demasiado!
—Pies míos, ¿qué habéis hecho mientras corría?
—¡Correr a todo correr para que no te alcanzaran los perros!
—Y tú, rabo mío, ¿qué has hecho mientras corría?
—Yo —dijo el rabo— como estaba asustado, me metía entre tus piernas para que tropezases conmigo, te cayeses y los perros te mordiesen con sus dientes.
—¡Cobarde! —gritó furioso el zorro—. ¡Ahora vas a recibir tu merecido!
Y sacando el rabo fuera de la cueva, exclamó:
—La culpa ha sido de este rabo traidor. ¡Comedlo, perros!
Los perros agarraron con sus dientes el rabo y tiraron y tiraron de él, hasta conseguir sacar al zorro entero de su cueva y no pararon hasta darle, a dentelladas, un buen escarmiento.
FIN